abril 28, 2012

Fin del mundo

El incendio comenzó al atardecer, cuando las gallinas digerían el trigo. Bastó tan solo una chispa, accidental quizás, pero traicionera, de esas que vuelan lánguidas como mariposas y se posan como por casualidad en la hierba seca. Ardió la hierba, luego los prados, luego los campos, y al caer la noche, hasta el bosque estaba siendo devorado por el fuego con una furia implacable, incontrolable, infernal.

Es un infierno, decían los campesinos, un caos. Los animales, sofocados por el miedo y calor, se mezclaban con la gente que miraba con una curiosidad morbosa la lenta agonía de las plantas. Los perros aullaban agitados, las liebres y los pumas se abrazaban despavoridos, los pájaros, en tierra, clamaban por ayuda a los cielos. Y los árboles, pobrecitos árboles, parecían estar pidiendo ayuda con ese bailoteo mustio que precede a la muerte por incineración.

Este era el caos apocalíptico que coronaba el fin del mundo. Poco a poco fueron cayendo calcinados hombres, mujeres, niños y perros, hasta que se apoderó del bosque un silencio casi sepulcral, interrumpido sólo por los chasquidos de la madera caliente de los árboles que aún tenían llamas lamiendo su corteza. Estos árboles, sin embargo, seguían vivos. Tan vivos, que en el momento en que la luz del sol volvió a cubrir los prados, cuando ya no hubo otra criatura viva que pudiese servir de testigo, sacaron sus raíces de las profundidades de la tierra con un sonido desgarrador, y, entre los terrones que saltaron disparados en todas las direcciones, lograron desplomarse y rodar sobre sus troncos, a orillas del riachuelo, hasta apagar el fuego que seguía acariciando sus cuerpos. Y luego, como si nada hubiese pasado, arrastraron sus raíces hasta sus lugares previos y sin mediar ninguna exlpicación, recuperaron su pasiva inmovilidad y su eterno silencio. Hasta que el fin del mundo cayera de nuevo sobre ellos.